Una vez le preguntaron a un niño: ¿Cuándo serás feliz?. Éste respondió: Cuando crezca, cuando sea adulto y mis padres no me controlen ni me protejan tanto, cuando tome mis propias decisiones sin que les afecte a otras personas excepto a mí, cuando viva solo y pueda hacer la bulla que quiera, cuando gane mucho dinero y pueda comprarme todas las cosas que yo quiera, cuando sea independiente y no tenga que necesitar de alguién para sobrevivir. Cuando por fin deje de ser niño.
Sin embargo, el niño creció, el tiempo pasó, se independizó, se enamoró, vivió solo, hizo la bulla que quizo, disfrutó todos los placeres de la vida -conocidos y por conocer- y hasta tuvo un hijo, accidental claro está, y entonces, se acercó la mantarallas y le volvió a preguntar: ¿Cuándo serás feliz?. El joven respondió: Cuando mi hijo quiera que lo proteja y no sienta que le estoy consumiendo; cuando mi hijo no sienta verguenza al tomarle la mano para cruzar la pista y entienda que lo hago porque me preocupa mucho y me muero si algo malo llega a ocurrirle; cuando mi hijo no pierda la inocencia y el pensamiento fantasioso y me siga pidiendo que vaya a contarle historias de mitología griega a su cama todos los días para que pueda dormir tranquilo y tenga sueños fascinantes; cuando recurra a mí para tomar sus decisiones y elegir qué caminos seguir entre el bien y el mal; cuando mi hijo nunca se enamoré de alguién que lo trate mejor que yo y que le dé todo el afecto y amor que tal véz yo, por tonto y acaparador, se lo doy en demasía; cuando mi hijo siempre me necesité porque sin mí se moriría de hambre, de frío, de sed. Cuando mi hijo nunca deje de ser niño.
Aún así, el tiempo sigo transcurriendo, el jóven ya no fue tan jóven ni mucho menos fue adulto sino que se hizo señil y anciano, ya no podía hacer las cosas por sí mismo, no escuchaba muy bien por lo tanto podía hacer todo el ruido que quisiera, no le importaba las cosas que decía o hacía pues siempre existía alguién ahí para remediar lo que había hecho, no vivía solo sino con muchas personas a su alrededor que lo cuidaban día y noche aún a pesar de que él sentía no las necesitaba. Entonces, el anciano escuchó un ruido, eran pequeños sollozos que venían del cuarto, era un hombre que lloraba a mares, aquél tipo que lloraba no era ni joven ni adulto ni niño ni mucho menos anciano. Aún así, se le acercó y le preguntó: ¿Por qué lloras? ¿Acaso ya no eres feliz?...
Derrepente, la lejanía se acercaba más y más, le dijo que podía tomar todo aquello que quisiera porque de todas maneras ya no hay nada, que no importa que tan lejos vaya pues de todas formas irá tras él, aunque tome pasos más pequeños día por día pero últimamente solo anduvo gateando. La sensibilidad se hizo notoria, se desnudó ante él, le observo, le observó muy bien, tomó sus colores y los plasmó en dibujos que no le representaba. ¿Quién tiene la pista de lo sucedido?. No hay colores, los primarios partieron y los secundarios simplemente dejaron de escalar y empezaron a saltar. Ni aquí ni mucho menos allá. El animal al cual sentía era su mimesis solo resultó en una neurótica necesidad de afecto.